“Hallábame a la mitad de la carrera de
nuestra vida cuando me vi en medio de una oscura selva, fuera de todo camino
recto”. Dante.
Cuando nos formamos como médicos en las
universidades, salimos con una visión de la enfermedad tejida en una maraña de
libros y protocolos terapéuticos que distan de la realidad viviente. El enfermo
es una cuestión muy diferente. Cuando nos enfermamos perdemos con frecuencia el
norte, todas nuestras certezas se van a pique y andamos a tientas en la
oscuridad. El enfermar nos empuja a conocernos, a asumir nuestros miedos y
fantasmas. Enfermar es una experiencia de vida potencialmente transformadora.
Como diría el poeta Jaime Sabines acerca del dolor: “No lo desprecies porque ha
de enseñarte muchas cosas. Hospédalo en tu corazón esta noche. Al amanecer ha
de irse. Pero no olvidarás lo que te dijo desde la dura sombra”.
Aunque tengamos la idea que la enfermedad
es un asunto a resolver, un problema a solucionar, sigue siendo uno de los
mayores misterios de la vida. Cada síntoma es un mensaje críptico a
desentrañar, una especie de oráculo en el itinerario de nuestra andadura. La
enfermedad siempre es una iniciación. Induce nuevos pensamientos y
ensoñaciones. Nos obliga a tomar el toro por los cuernos.
Cada uno de nosotros nos enfermamos de una
manera singular. Razón tenía Hipócrates cuando decía: “No hay enfermedades sino
enfermos”. Una enfermedad prolongada puede conducirnos a un largo y profundo
túnel donde uno se siente aterrorizado, aislado y trastornado. Una especie de
infierno donde se cocinan nuestros dolores y sufrimientos. Una especie de horno
alquímico que nos permitirá purgar nuestras penas, atravesar la noche oscura y
avizorar un nuevo día. Descubrir el sentido y el significado de nuestra
experiencia de enfermar es abrir las puertas de la curación.
En la antigüedad griega, Heráclito
afirmaba que todo fluye como las aguas del río, que el movimiento dinamizaba la
vida. “Todo fluye y nada se detiene”. Todo fluye y nada se estanca. La vida es
como el río, nace como una pequeña fuente y en su andadura crece, recibe
afluentes, zigzaguea cual serpiente, otras veces sus aguas se hacen
calmas y finalmente se abraza con el mar.
La Tradición China con mucha antelación decía
lo mismo y con cierta precisión topográfica:
Esos ríos circulan en nuestro cuerpo y son
los canales del Qi. No nos parecemos al río, somos el propio rio. Y ese Qi se
expresa mediante emociones como las ondas del rio. El Qi se encarna en nuestras
emociones. Somos seres visceralmente emocionales desde la noche de los tiempos.
Quizás la emoción más ancestral sea el miedo. Fue un recurso necesario como
medio de sobrevivencia en un ambiente agreste plagado de depredadores. En
parte sirvió para adaptarnos al entorno, tener cierta prudencia y capacidad de
previsión. La primera forma de comunicarnos no fue la palabra sino el gesto. En
el gesto dibujamos lo que sentimos, nuestras vivencias más profundas.
Alexander Lowen, uno de los pioneros de la
Bioenergética, señala que la autoexpresión comprende actividades libres, naturales y
espontáneas del cuerpo, y es, como la autoconservación un valor inherente
de todos los organismos vivos. Cualquier actividad corporal constituye un
aporte a la autoexpresión como el andar y el comer, el bailar y el cantar.
La manera de caminar de un hombre nos da indicios de su edad aproximada,
el sexo, su carácter y su individualidad.
El lenguaje gestual es natural, sincero, espontáneo,
carente de artificiosidad y amaneramientos. Vale más una imagen que mil
palabras reza un refrán chino. Vale más el gesto que la palabra, y la palabra
desprovista de emoción es vacía, sin fuerza. Lo importante no es lo que se dice
sino cómo se dice.
La enfermedad habla mucho de nuestra vida.
No nos enfermamos de cualquier cosa. Tiene nuestro sello personal. Manifiesta
un conflicto que zarandea nuestras propias raíces. Es una inflexión en nuestro
trasegar capaz de romper esclusas y orillas. Nos obliga adaptarnos si queremos
sobrevivir. La enfermedad es una respuesta adaptativa natural al un conflicto
que en nuestro mundo interior no hemos resuelto. Es una manifestación externa
de un impasse interno.
Mi experiencia personal me lo ha
ratificado en más de una oportunidad. Comencé a sufrir de asma bronquial cuando
sentí en carne propia la dificultad de construir un espacio vital donde
desenvolverme y realizar mis sueños. Sentía en la época que el entorno me
era hostil y adverso. Sin espacio y sin libertad como El Preso que detrás de
los barrotes canta aquella canción de Fruco y sus Tesos. Sin embargo, la propia
enfermedad me mostró la dirección del cambio. Respirar nuevos aires era
desmontar viejos paradigmas, encontrar nuevas vestiduras de tal manera que
pudiera pisar tierra firme. Beber de la Tradición China de la mano del Maestro José
Luis Padilla fue el mejor bálsamo de la ocasión y abrió nuevos derroteros. Entendí
que enfermedad y vida son dos caras de una misma moneda y que la una está
indisolublemente ligada a la otra. La curación de la enfermedad pasa por la
vida misma. La enfermedad es un heraldo, a la manera de Hermes, de los cambios
que tenemos que asumir para vivir una vida con Sentido.
Mediante la enfermedad hablamos con
nosotros mismos, tomamos nuestro cuerpo como testigo del sufrimiento que padecemos:
el dolor refleja la emoción que experimentamos. El sentimiento se transforma en
sensación: esto nos pica, aquello nos corroe, lo otro nos produce un dolor
sordo. Pero ¿qué es lo que nos pica? Y... por qué es sordo el dolor? Escuchar
la enfermedad como lenguaje interior, comprender lo que nos dice es el
primer paso hacia la curación. La enfermedad y su cohorte de síntomas revelan
nuestro inconsciente, ese sótano oscuro donde dejamos nuestras necesidades no
satisfechas La curación implica un cambio importante, un giro necesario hacia
otros horizontes. En ese sentido, la enfermedad nos transforma y como la
serpiente de Asclepios del mito griego, nos ayuda a encontrar sabiduría en
nuestro camino.